Contra una pared bajo la sombra se apoya un joven de piel morena en actitud desafiante. Tatuadas perfectamente sobre su piel, formando un círculo alrededor de su ombligo, se lucen siete letras góticas: Guanaco.
Así como él muchos jóvenes, sin hogar ni posesiones ni opciones, se apropian de lo que pueden para dejar su huella: toman sus cuerpos y los muros de las calles que les rodean y los llenan de imágenes y textos con los que proclaman su orgullo de ser salvadoreños y pertenecer a la mara.
Producto de la diáspora salvadoreña, la mara es un reflejo distorsionado de los conflictos de la guerra. El sentido de enajenación comunitaria de los mareros gradualmente ha desembocado en expresiones cada vez más violentas por parte de algunos de sus integrantes. Los gobiernos de turno, uno tras otro, se han negado a asumir su responsabilidad histórica.
Ahora el Presidente Flores, en una desesperada movida política a costa de todo, pretende solucionar radicalmente las expresiones violentas de una sociedad aún en proceso de posguerra, atacando a la población más desprotegida y alienada. Propone encerrarles en cárceles o forzarles a que permanezcan escondidos por temor a ser atrapados por la policía. El simple hecho de estar tatuados es justificante para apresarlos.
La Ley Antimaras aplicada a los políticos, luce su aberrante lógica si así como suponen que todos los mareros son criminales, suponemos que todos los políticos son corruptos. Entonces aquellos que atenten contra el decoro lanzándose a alguna candidatura pública, y se congreguen con correligionarios de la misma calaña, y vistan la sonrisa hipócrita del político, podrían ser encarcelados.
Y tras las rejas, todos juntos inocentes y culpables, entonarían en coro nuestro querido himno nacional: ...Saludemos, la patria orgullosos, de hijos suyos podernos llamar...
BCN, 22 de agosto del 2003
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