Tengo una tortuga. Se llama Dalai. Me la regaló un amigo hace tan solo unos dias.
Es del tamaño de mi rostro cuando extiende sus patas para escapar de mi mano. Tiene pequeñas uñas afiladas llenas de tierra. Es que le gusta andar escarbando por entre los rosales.
La levanto y la acerco a mis ojos. Estira su cuello en disgusto. Parpadea y espera atenta. Forcejea nuevamente como nadando en el aire. La coloco sobre la grama y se queda quieta. Me mira de reojo desde ahí. Una flor aquí, otra allá, hormigas, el olor a tierra húmeda. Su carapacho aun caliente con el sol. Giro mi cara al cielo - celeste con nubes blancas. La tortuga aprovecha para caminar a una velocidad sorprendente. Desaparece en el verde.
Por la tarde les propongo a mis hijos que busquen a Dalai. Me preguntan como encontrarlo. “Es muy difícil”, dicen. Les animo a intentarlo por lo menos. Caminan por el jardín. El grande busca pacientemente entre los arbustos más cercanos, pero se cansa rápidamente. El pequeño cree verlo en cada piedra que encuentra y se desilusiona al ver que no esta ahí. Terminan por encontrarse un hermano al otro y juegan a perseguirse. Aparece una pelota y rápido arman partido de fútbol.
Hago un intento de encontrar la tortuga también, y le llamo por su nombre. Espero - ligeramente avergonzada que me hayan escuchado los vecinos. Vuelvo a la carga: “!Dalaai!”. Nada. Habrá que esperar. Intentar mañana otra vez.
“Viene el Dalai Lama”, me ha dicho mi cuñada esa noche en la cena. “¿Vamos a escucharlo?” Mi hijo, al oír que hacemos planes decide plantear el suyo también: “¿Y yo? ¿Puedo ir con mi tío a ver “Alien y Depredator”? Nos reímos todos.
“Es para mayores de 12”, le contesto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario