“¡Buen día pueblo salvadoreño!” exclama Ignacio Iturria con alegría, siempre con alegría. Oscar, Gustavo, “Jean Claude”, Blanquita, Bernabé y yo nos reímos.
Lista la tela de 1.60 x 1.60 mts. la coloca en el caballete y empieza a pintarla. A unos centímetros del borde, en la esquina de arriba, con una espátula ancha tira una franja marrón de óleo hacia abajo, otra hacia la derecha, otra vertical, y una más, abajo del todo. Un cuadrado adentro de un cuadrado, sin dudas ni vacilaciones. Aparecen las sombras negras de estas franjas. “¿Qué negro es?” le pregunto. Se sacude los hombros y me contesta, remedando un acento español y gesticulando: “¡negro es negro!”.
Entre tabaco y café comienza a untar la pintura, marrones, cremas, negros, y verde al fondo. Usa la pintura del tubo y luego mezcla el color sobre la tela. Brazo extendido, la espátula sube, baja, con firmeza, temblorosa o con ternura. Cambia de espátula a pincel una y otra vez. Desaparece Ignacio, y aparece con un tenedor de ensaladera: comienza a rayar la superficie del marrón. Aparecen estanterías en el cuadrado, ahora mueble sólido del tamaño de la tela, con pequeñas patas que lo sostienen.
Se aleja, se acerca, sentado, de pie. Añade cada vez mas detalles y figuras: una en un pedestal con sombra de lobo sonriente, dos retratos en blanco y negro de un hombre y una mujer, una botella con líquido verde: adentro flota una figura y hacia arriba sale otra con brazos extendidos y sombra de pato, un hombrecito se sienta frente a una vista del lago sobrevolado por un helicóptero, un “chucho” de juguete con cabecita de hombre en la cola, un soldadito de plomo, una tira de pastillas, una palmera con mono que trepa, una taza colgada que chorrea café.
Como siempre, es de madrugada cuando termina de trabajar, acompañado por Julio Iglesias, Iturria canta.
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