Desde Ciudad Merliot subimos entre cafetales por una calle sinuosa y completamente asfaltada hacia el Volcán de San Salvador. Tomamos el desvío al Boquerón detrás de un bus que de milagro sube la cuesta. Pequeñas casas y gigantescas antenas se aglomeran al final de la calle.
Ya a pie, nos encaminamos por la vereda que nos llevará a recorrer todo el borde del cráter del volcán. Tenemos suerte, hace un bonito día, cielo celeste, pocas nubes y buenos ánimos. Aún es temprano y está fresco.
Sobre el filo del cráter sube y baja el camino, a un lado la pared casi vertical que desciende 500 metros; al otro, a lo lejos, el horizonte formado por la línea de la costa. Pozo profundo a un lado, horizonte infinito al otro. Al frente Vulcanoman - nuestro guía - marca el paso. Le seguimos en fila india señalando pequeños hallazgos en el camino: mariposas, hojas de formas extrañas, ciempiés, ramas atravesadas.
Sobre el costado oeste nos detenemos a ver el paisaje: a la izquierda lejos el Volcán de San Vicente, luego el Lago de Ilopango y la Puerta del Diablo, más acá el Peñón de Comasagua que parece la cresta de una ola congelada en piedra, un poco más cerca la Laguna de Chanmico y los “charcos” de lava negra, a nuestra derecha los volcanes de Izalco y Santa Ana.
Ya del otro lado del cráter, no vemos el sol. La vegetación se vuelve espesa y el aire húmedo. Nos movemos entre las sombras de los árboles sorteando un camino lodoso y lleno de obstáculos. Caminamos mezclando el silencio con risas.
Tres horas después nos acercamos nuevamente al punto de partida. Desde aquí, en medio de cultivos de rosas y otras flores, vemos Quezaltepeque y Apopa. Zopes sobrevuelan lentamente. Entre pinos y cipreses caminamos ya hacia él parqueo. Una niña nos ofrece fresas. Están dulces.
Ya a pie, nos encaminamos por la vereda que nos llevará a recorrer todo el borde del cráter del volcán. Tenemos suerte, hace un bonito día, cielo celeste, pocas nubes y buenos ánimos. Aún es temprano y está fresco.
Sobre el filo del cráter sube y baja el camino, a un lado la pared casi vertical que desciende 500 metros; al otro, a lo lejos, el horizonte formado por la línea de la costa. Pozo profundo a un lado, horizonte infinito al otro. Al frente Vulcanoman - nuestro guía - marca el paso. Le seguimos en fila india señalando pequeños hallazgos en el camino: mariposas, hojas de formas extrañas, ciempiés, ramas atravesadas.
Sobre el costado oeste nos detenemos a ver el paisaje: a la izquierda lejos el Volcán de San Vicente, luego el Lago de Ilopango y la Puerta del Diablo, más acá el Peñón de Comasagua que parece la cresta de una ola congelada en piedra, un poco más cerca la Laguna de Chanmico y los “charcos” de lava negra, a nuestra derecha los volcanes de Izalco y Santa Ana.
Ya del otro lado del cráter, no vemos el sol. La vegetación se vuelve espesa y el aire húmedo. Nos movemos entre las sombras de los árboles sorteando un camino lodoso y lleno de obstáculos. Caminamos mezclando el silencio con risas.
Tres horas después nos acercamos nuevamente al punto de partida. Desde aquí, en medio de cultivos de rosas y otras flores, vemos Quezaltepeque y Apopa. Zopes sobrevuelan lentamente. Entre pinos y cipreses caminamos ya hacia él parqueo. Una niña nos ofrece fresas. Están dulces.
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