Despierto. Me levanto. Saco el periquito al jardín. Riego el jazmín que esta a punto de brotar en flor. Ojeo el periódico con un café por delante: un decapitado más, dengue en Santa Tecla, muertos y accidentes camino a las playas. Llevo varios días sin salir de casa. Cada día parecido al anterior y al siguiente.
Me preparo a pintar. Hace varias semanas boceto para este lienzo grande bautizado desde el inicio como “Las Manos de Atocha”. Se oye una brisa fresca entre los bambúes. No alcanza a llegar al estudio que huele a aceite de linaza, turpentina y tabaco. Pintura sobre una plancha de vidrio: negros, grises y blanco. La tomo con espátulas y pinceles y la coloco sobre la tela. Cada cosa tiene su lugar, aun sin saber de antemano cual es. Me acerco, me alejo, en un baile continuo. Se oculta el sol. Cae una llamada desde España, una voz serena y firme me llena de esperanza. Salgo a encender las luces de casa.
Me recuesto a leer un poco. “Seres mutilados corrían entre las ruinas. Manos sueltas, ojos que rodaban y saltaban como pelotas, cabezas sin ojos que buscaban a tientas, piernas que corrían separadas de sus troncos...” dice Sábato en “Sobre Héroes y Tumbas”. Sí, lo veo.