31.3.08

La apuesta de Mayra - Horacio Castellanos Moya

La apuesta de Mayra

Por Horacio Castellanos Moya

Mayra Barraza es una artista delicada, con tacto: ante una realidad sangrienta, desgarrada por la violencia y la impunidad, ella apela al eufemismo y nombra “República de la muerte” a un territorio que otros llamarían, quizá sin recato, “República del crimen”. La sensibilidad de la artista no puede quedar sumida en el féretro que el destino le ha asignado, sino que debe trascenderlo, primero conceptualmente, en sus pensamientos y emociones, y luego en la aplicación de sus recursos creativos para liberarse de ese entorno que la asfixia, que la desgarra. La muerte es el sinsentido diario, la estupidez heredada, la degeneración social y cultural de un país cuya historia pareciera el eterno retorno de los criminales. Pero la muerte es también el gran misterio, la otra cara de una moneda cuya dimensión y nombre nunca conoceremos. La artista debe moverse entonces en equilibrio sobre la cuerda tensa: sabe que su materia prima viene del dolor y la sangre cotidianos, de la desesperación y el llanto; pero también comprende que la muerte es la gran pregunta y que el arte es apenas una respuesta balbuceante, a veces indignada y rabiosa, del ser humano que logra percibir la dimensión de su desamparo.

“Allí la paz estaba prohibida para siempre, era tenida por el infierno. Sólo al que mataba o era muerto se le consideraba un ser humano. Todos los demás eran gusanos, pobres diablos”. Este aforismo del Premio Nóbel Elías Canetti pareciera hecho a la medida del mundo que Mayra Barraza expresa en su muestra, un mundo en que el homicidio y la fiereza son la pasión dominante de los hombres, donde el crimen se convirtió en cultura. Hubo un tiempo, décadas atrás, cuando la muerte se paseaba cubierta con la capucha de la política, proclamaba ideologías frenéticas mientras perpetraba su carnicería; luego, cambió de máscara: ahora utiliza la piel tatuada de las maras y la delincuencia. Pero a nadie engaña, mucho menos a la artista: es la misma muerte, voraz, insaciable, triturando día tras día la vitalidad de un pueblo.

El joven marero, preso, casi adolescente, al ser preguntado por el periodista sobre qué hará al ser puesto en libertad, responde, sin parpadear y con el rictus siniestro: “seguir matando”, porque ese “es el vacile de nosotros, matar”. Y otro marero, tercia: “si no matamos, nos van a matar”. Y en la mirada de ambos, el orgullo, retador, el mismo orgullo de quienes mataron a monseñor Romero y no se arrepienten, de quienes mataron a tanto civil inocente y no se arrepienten, sino que se sienten orgulloso de ello y han logrado convertirlo en “el orgullo de los verdaderos salvadoreños”. De esos viejos polvos están hechos estos lodos, como dice el refrán.

Para la artista resulta difícil mantener la ecuanimidad con material de trabajo tan saturado de emociones extremas. Los motivos vienen de siempre y se repiten: el velorio y el entierro con los llantos desgarrados, el cadáver sin identificar y completamente despedazado, los rostros estupefactos por el sempiterno terror, las autoridades impotentes o cómplices, los familiares de la diáspora exigiendo justicia y ofreciendo apoyo y solidaridad. La tentación fácil para la artista ante esos motivos sería la denuncia, la indignación que cae en el kitsch, la inutilidad del panfleto. De esto parece conciente Mayra Barraza: intuye que su virtud radica en la singularidad de su mirada, en el pulso firme para recoger esas pasiones extremas y reinventarlas con el lenguaje del arte.

Decía un viejo místico: “Para un hombre que no está atado a nada interno, Dios es miedo y violencia”. La apuesta de la artista es precisamente ésta: con la materia maleable del miedo y la violencia construir una obra perdurable.

Abril, 2008

29.3.08

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