Caminamos entre veredas por el madrileño Parque del Retiro hasta llegar al Palacio de Velásquez, en estos días repleto de pinturas de Julian Schnabel (EUA, 1951).
Artista polémico del Nueva York de los ochentas, Schnabel se dio a conocer con las -ahora famosas- pinturas de platos rotos. La coyuntura de la época le arrastró al centro de una discusión sobre la validez de la pintura como arte y el objeto de arte como mercancía. Frente a ese espectáculo mediático él optó por una postura marginal y siguió pintando.
Que uno de los mayores artistas vivos de este siglo de culto al multimedia sea un pintor, es llamativo cuando menos. Los que declararon muerta a la pintura, dice Schnabel, “están todos muertos”.

Sumando coraje a una curiosidad insaciable, Schnabel asume que cada obra es un riesgo. No busca soluciones fáciles sino el reto de mayor envergadura. No le interesa la noción de continuidad o evolución, sino explorar en diferentes direcciones sin temor a contradecirse, en completa libertad artística.
El artista lo quiere todo y al mismo tiempo, como si no hubiera nada mas allá del aquí y ahora. Se rehúsa a creer que no es posible. Prefiere morir en el intento, pintando.